
Existen ciudades de las que uno siempre ha oído hablar sin haber estado nunca allí y sin tener, tampoco, la más mínima intención de visitar alguna vez. Seguramente Vladivostok, Cuenca o Bristol son tres de los ejemplos más evidentes, rincones incógnitos de la faz de la Tierra que siempre tenemos en la punta de la lengua gracias a referencias que la vida nos ha dado de ellas, ya sea por influencia de dichos populares, eufemismos de lejanía o libros escolares de texto dónde en los ejemplos siempre salían personas nacidas en la misma ciudad del Reino Unido. Génova, en mi caso, como en el de muchos catalanes, era una ciudad de este tipo. Por qué? Por la sencilla razón que antes de la llegada del triunfal Barça 2.0 del s.XXI, los aficionados azulgranas no teníamos más remedio que recordar día sí día también aquel gol de Koeman en la final de Wembley que nos hizo campeones de Europa por primera vez. Para cualquier niñó culé que, como yo, había nacido, crecido y padecido en plena pubertad las tres Champions League que el Real Madrid ganó en un lustro, mirar los vídeos de esa final de 1992 con el Barça jugando de naranja era el único consuelo a la depresión futbolística y vital que suponía poseer ocho trofeos menos que el eterno rival. Y era allí, en ese partido, en ese recuerdo, dónde aparecía siempre el nombre de Génova. Génova era la ciudad de la Sampdoria, ese equipo que con media selección italiana en sus filas se plantó a una final que perdió por culpa de un gol de falta en la prórroga y un chut cruzado de Vialli que no entró de milagro en el palo largo de la portería de Zubizarreta. Génova era la ciudad de un equipo del que después de esa final ya nunca más habíamos sabido nada; no era ni Milán, ni Turín, ni Roma ni ninguna de las ciudades de los grandes equipos italianos, por lo tanto, durante la mayor parte de mi vida hasta los quince años, Génova era poco más que un enclave geográfico remoto en algún lugar de Italia que daba cobijo a un equipo de futbol.
Cuando llegué a Génova aquella mañana de noviembre, pero, con casi veinticinco primaveras a mi espalda y una maleta con ruedas comprada en un bazar chino del Carrer Trafalgar, de la ciudad ya conocía muchas más cosas a parte de la Sampdoria. Si durante mi adolescencia había conocido la existencia de Génova gracias a los vídeos VHS de Mundo Deportivo con la final de Wembley 92, ahora, una década después, tenía multitud de referencias de la capital de la Liguria gracias a la revolución tecnológica y las plataformas digitales que han convertido el mundo en un lugar dónde la realidad virtual es casi tan importante como la realidad a secas. Bajé del tren que me había acercado desde el aeropuerto de Milán hasta allí y nada más poner los pies en la estación central de Puerto Príncipe, sucia, antigua y con un deje haitiano de miseria que parecía querer homenajear el nombre de la estación, empecé a sospechar que quizás todo aquello que, por desgracia, había visto o leído sobre la ciudad era demasiado cierto. Durante los días anteriores me había puesto hasta las cejas con la droga más eficaz pero asimismo peligrosa que puede administrarse un viajero: los programas del estilo Españoles en el mundo o Callejeros viajeros y los foros de internet. Viendo los primeros me había quedado con la idea que Génova era una especie de Nápoles del norte, una ciudad sucia y peligrosa donde, según decía una señora de Palencia con cara de votar al PP y que se había ido a vivir allí después de casarse con un italiano con pinta de mear colonia, la ciudad se convertía en un territorio inhóspito al caer la noche, un laberinto en el que los atracadores, los violadores y los yonquis campaban a sus anchas entre motocicletas conducidas por conductores sin casco y locales regentados por gente que festejaría la muerte de Roberto Saviano. Ella afirmaba que, por suerte, su vida era tranquila porque vivía “lejos del centro”. Por otra parte. en uno de esos foros dónde la gente hace preguntas sobre viajes y al final alguien acaba confesando que a veces se da placer introduciéndose lápices por el ano, encontré un par de crónicas terribles, escritas con un léxico marcadamente latinoamericano, en las que los usuarios afirmaban que en un viaje a Europa habían hecho parada en Génova camino de Cinque Terre y la Toscana enumerando una serie de situaciones desagradables que no deseaban a nadie; que si alguien les había roto las ventadas del coche alquilado en el aeropuerto, que si en el hotel se habían encontrado chinches en las camas o que si en los restaurantes les habían cobrado 10€ adicionales sólo por comer con cubiertos.
¿Había de cierto en todos aquellos estereotipos? Incluso los amigos que había hecho cuando viví en Siena me dijeron que no habían ido nunca a Génova porque, literalmente, era un pozo de mierda, pero por suerte, para contrarrestar todos aquellos avisos de mal fario, tenía las referencias de la culpable que yo estuviera allí, una buena que había hecho un Erasmus en Barcelona el año anterior y que me había invitado a pasar unos días con ella. El día era gris, parecía que iba a llover y en la Piazza Acquaverde, enfrente de una estatua de Cristóbal Colón casi más grande que la del final de Las Ramblas, me senté a tomar un café mientras esperaba que ella llegase para recogerme e ir hacia su piso. De todos los males posibles, pensé, lo único que seguro no será capaz de decepcionarme de esta ciudad es el café. Por suerte, como siempre que voy a Italia, no me equivoqué; empezaron a caer cuatro gotas, no llevaba capucha ni paraguas, hacía frío y decidí tomarme otro café a sabiendas que lo malo de beber café en Italia es que después, al volver a Cataluña, uno se da cuenta que lo que sirven en los bares, más que café, tendría que denominarse “agua oscura con ligero toque amargo y sucedáneo de matarratas producido en algún pueblo del Vallès y bautizado con un italianismo”. Como siempre que llueve, pensé en el mejor verso sobre la lluvia escrito nunca en catalán, ese de Josep Carner que dice eso de “plou a totes les estacions de França”. Precisamente Carner, al que bautizaron como príncipe de los poetas, había vivido algunos años de su vida en Génova haciendo labores diplomáticas mientras traducía la Divina Comedia de Dante en sus ratos libres, con ese estilo tan carneriano que hace imposible amar su poesía si tienes menos de cincuenta años. Soñaba vagar por las callejuelas del centro de la ciudad imaginando que en alguno de esas cafeterías o en alguna de esas plazas también se había sentado él a escribir por allá los años veinte, pero lo cierto es que no había conseguido leer nada que Carner hubiera escrito sobre Génova. En cambio, de quién sí que había leído cosas era de Josep Pla, al que injustamente nadie ha bautizado como rey de los prosistas pero que dejó escrita su visión particular de la ciudad en su libro Cartes d’Itàlia.
Mi bautizo genovés, pues, cuando por fin mi amiga llegó a encontrarme, fue con dos cafés encima, un chaparrón de agua mojándome entero y dos monarcas de la palabra como Carner y Pla paseándose por mi cabeza. Una huelga de autobuses en toda la ciudad me obligó a caminar quilómetros bajo la lluvia y me enseñó, también, que si la montaña no va a Génova es Génova quien va a la montaña. Casas, pisos, calles e incluso túneles se elevaban en vertical del mar hasta dónde la vista permetía observar formando así un paisaje arquitectónico único, a medio camino entre una ciudad construida con piezas de Lego encima de una montaña de arena y destruida por niños escupiendo y destrozado las piezas. Des de la última vez que había subido al pico de Sant Jeroni, en Montserrat, que no caminaba por cuestas tan jodidamente empinadas, llenas de escaleras medio escondidas dónde cada tres minutos había pandillas de adolescentes italianos parecidos a Antonio Cassano de joven fumando porros o escuchando reggaetón sin hacer nada más que aburrirse en compañía un lunes por la mañana. Ni un solo turista en media hora de pateada, ni un solo Lamborghini rojo cruzando un semáforo con algún tipo con gafas de sol y gomina en su interior, ni una pizzería con rótulos inmensos la atención. Nada de eso, hacía media hora que paseaba por primera vez en mi vida por Génova y su autenticidad ya me había enamorado más que siete días enteros con los gastos pagados en el hotel más lujoso de Dubai, sin duda. Fue entonces cuando me percaté que Génova era una mujer, la famosa Superba que gracias a su puerto, el más importante del Mediterráneo durante la Edad Media, fue una superpotencia comercial durante la etapa en la que fue República, la República de Génova, un estado independiente que alcanzó su máximo apogeo durante el Barroco, cuando los banqueros genoveses financiaban parte de las glorias del Imperio Español. Y fue así, recordando todos estos datos aburridos que algún profesor de Historia me había contado en 4º de ESO, cuando entendí por qué Génova era la decadencia hecha ciudad. “Zena”, como la llaman los genoveses en su lengua propia –que no dialecto-, era una mujer que no olvida su pasado cuando se mira al espejo, una dama que no se maquilla para pretender ser lo que no es, una de esas luchadoras que reivindican morir de pie con las botas puestas que no arrodillarse para dejar de ser ellas mismas.
Quizás pensé que Génova era una mujer con quién me pasaría diez años hablando bajo un mismo techo, entre tabaco negro y vino barato, porque esa tarde, en el Palazzo Ducale -uno de los epicentros culturales de la ciudad, dónde se exhibía una retrospectiva sobre Edvard Munch- mi amiga me presentó a una amiga suya, genovesa también, que sólo con saludarme me hizo comprender por qué allí, a cuatro pasos de ese precioso Palacio, en pleno barrio viejo, existía una plaza llamada Piazza dell’amor perfetto. Al terminar la visita recorrimos juntos las callejuelas del centro, las arterias más viejas de ese pueblo de mar convertido en metrópoli en el que los palacios de la nobleza local se apoltronaban en cien metros de una misma calle y a la esquina siguiente, en cambio, un callejón sin luz natural y millones de piezas de ropa tendida ocultaban dos camellos que vendían cocaína a cuatro marineros que parecían salir de una expedición digna del siglo diecinueve. Génova era justo ese contraste, la belleza de una catedral de estilo románico sin ningún japonés haciéndose un selfie delante de su fachada gótica combinada con la fealdad de decenas de calles colindantes con olor a pis; la maltratada arquitectura de unas casas con la pintura despojada y el cuidado estilo de un vecino saliendo de ellas vestido con una elegancia italiana más impoluta que la de Marcello Mastroianni en La notte de Antonioni. Llegamos a las calles cercanas al Porto Antico mientras la amiga de mi amiga me hablaba de la poesía de Montale, también nacido en Génova y Premio Nobel de Literatura, y mientras poco a poco me iba enamorando cada minuto un poco más me imaginaba todas esas tabernas que ahora ofrecían un aperitivo con Spritz por 5€ llenas hace cien años, cuando en cada puerto un marinero conocía al amor de su vida.
Génova no sólo era la ciudad de aquel equipo que había perdido ante el Barça una final de la Copa de Europa, pues. Era un puerto viejo con una montaña de casas y calles a su lado, un enclave digno de otro tiempo en medio de un mundo occidental dónde la gente prefiere el cartón piedra de Carcasona que no las calles medievales y sucias de Cáceres, el último bastión de la posmodernidad y, sobretodo, un plató donde esa noche, después de cenar, la chica que me había hecho entender por qué Génova era una mujer me hizo comprender, también, por qué me había enamorado a primera vista de aquel pedazo de Italia que nadie visita nunca. Paseando por la Via del Campo, mientras me fumaba un cigarro y le explicaba qué carajos es la catalanidad, ella me explicó que allí, justo en esa calle, había escrito su mejor canción Fabrizio De André, el cantautor genovés al que había dedicado su tesis. Nos paramos frente a su casa museo, un minúsculo edificio en medio de una calle oscura dónde daba la sensación que de un momento a otro alguien te robaría la cartera y llena de pintadas que pedían justicia por la muerte de Carlo Iuliani, un manifestante antiglobalización asesinado por la policía durante la cumbre del G8 en 2001. Nada era falso, todo era como los ojos lo ven y le pregunté cómo era posible que me gustara tanto una ciudad que gusta a tan pocos. De André lleva siempre razón, dijo, antes de susurrarme que “dai diamanti non nasce niente, dal letame nascono i fiori”. Era cierto, las flores más bellas nacen del estiércol.
(article publicat al n.3 de la revista Negratinta)
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